martes, 18 de septiembre de 2012

COMENTARIOS SOBRE "EL CENTRO DE LA GRAVEDAD" DE ENRIQUE BUTTI

De los mundos adyacentes - por Marta Ortiz

“El centro de la gravedad”, nouvelle de Enrique Butti (Santa Fe, 1949), es la segunda entrega (libro de invierno) del proyecto “Las cuatro estaciones de la palabra”, que impulsan la editorial independiente Palabrava (creada y dirigida por las escritoras santafesinas Patricia Severín, Graciela Prieto y Alicia Barberis), y el diario local El Litoral. Se prevé la publicación de cuatro libros anuales de autor santafesino a distribuir con El Litoral al inicio de cada estación. “El infierno de los vivos”, de Alicia Barberis, fue la entrega de otoño.
“Rodeado de sus cuadernos y cintas grabadas en esta noche de lluvia, yo me decido a ordenar […] su historia”, informa un narrador anónimo. Con el material a su alcance (cintas grabadas y un diario personal) abordará en cuarenta y siete capítulos breves la historia de María, adolescente que ha vivido una aventura fantástica ligada a temas fetiche de la ciencia ficción: el viaje en el tiempo y la exploración de mundos paralelos.
La trama se desovilla a partir de una casita de barrio (suburbio de casas chatas que podríamos ubicar en cualquier ciudad “anodina” de la pampa gringa), pero no elegida al azar sino tras un estudio matemático exhaustivo de la cofradía secreta que integran Hermann, el padre de María, y sus amigos Bernabé y Lhyas; casa que desmiente su insignificancia si reparamos en el gran subsuelo, galerías subterráneas, recovecos que aportan la atmósfera oscura, húmeda y misteriosa indispensable para la creación de un ambiente gótico, donde el lector asistirá a más de una pesadilla. “Una leyenda cuenta que los túneles bajaban hasta el fondo de los océanos y los atravesaban para llegar a Roma”, se aclara.
María –aunque duda de la gestión paterna–, decide colaborar con el proyecto y se sienta al sillón del “laboratorio”, sitio al que regresa luego de cada incursión (dos en total) al “otro mundo”, mundo paralelo en realidad, réplica del original, solo que con otra textura y consistencia que se describe como hielo, vidrio, mármol, piedra, acero; mundo congelado, macizo, al modo de una captura fotográfica que remite a la inmovilidad, como la que contagió al reino entero cuando su princesa (La bella durmiente, de Perrault) se duerme durante cien años, atrapado cada súbdito en un gesto o movimiento inconcluso. Butti ha creado un curioso verosímil donde el tiempo, pilar de cualquier ficción en capítulos o secuencias al modo lineal y sucesivo, ha sido abolido; toda marca temporal pierde sentido, sin anular por ello el sentido de la trama.
“¿Cómo podría volver al colegio, escuchar conversaciones imbéciles […] sabiendo que todo es apariencia, reflejo, sombra de otra posible realidad?”, se pregunta María luego de su visita al “otro mundo”. Y en sus palabras se deja oír un leve susurro del mito platónico de la caverna, como también se leen huellas de otros cruces, ecos o intertextos entretejidos.  Así, un recorte del memorioso Funes emite señales cuando María se esfuerza por “escribir en la memoria” todo lo leído con la intención de no olvidar (de darse continuidad) y armar su biblioteca en la memoria, además de plasmar lo que ha visto, pero la “empalaga tener demasiada” (memoria); “… para agotar un solo instante no bastarán todas las bibliotecas que se escribieron desde el principio de la escritura, ni siquiera sumando las que pueda escribir todo el futuro”. Otro cruce: una viga detenida en el trayecto de su caída desde lo alto, a pasos de Terence Filcraft que circula en igual dirección (las imágenes de futuras tragedias se sugieren congeladas, stand by en un tiempo inmóvil, como figuras de un museo de cera), alude al  personaje homónimo de El halcón maltés (Dashiell Hammett), a quien en la novela original la viga no tocará al caer, pero sí lo estimulará a un radical cambio de vida; anécdota que también retoge Paul Auster en La noche del oráculo. Incluso leemos un guiño a la leyenda del judío errante en el vagabundeo de la adolescente que busca a su madre, perdida en medio de la más desoladora eternidad.
Explorar características de “otro mundo”, espejo del mundo “real”, es también pretexto para cuestionar aspectos negativos de la sociedad actual: la viajera María, espía sin compromiso, fisgona entrometida, reflexiona: “Siempre tuve la impresión de que en la TV ya está esa invención, que ahí más que mirar, la gente es mirada en su mayor intimidad.” La felicidad es un bien que no dura: “…está siempre yéndose, siempre fugaz.” Se alegra por los que leen y se entristece por los que se dejan chupar por la TV. Adicta a la lectura, su canon personal habla por sí mismo: K. Mansfield, Blake, Jane Austen, Marosa Di Giorgio.
El fuego purificador precipitará un final de pesadilla. Solo tres pilares sobreviven al derrumbe: el amor, la literatura, la música.
Una trama impecable, el plus descriptivo de un “más allá” donde lo común es el oxímoron absurdo (lluvia de mármol, océano de vidrio, sonidos congelados), prosa de ritmo ágil, el narrador que en pocas páginas abandona el yo inicial y asume firme la voz de la protagonista, el suspenso que no cesa, humor negro, pasajes de novela gótica, galería de personajes raros o en extremo cotidianos: bien batidos y guiados por un brillante oficio narrativo, todos estos elementos dan por resultado un legítimo producto Butti. Para disfrutar. 

El centro de la condición humana - por Diego Suárez, Diario El Litoral

“El centro de la gravedad”, de Enrique Butti. Ediciones Palabrava. Santa Fe, 2012.
En días en que pareciera ser más un subgénero cinematográfico que literario, podríamos preguntarnos qué tiene para decirnos hoy un libro de ciencia-ficción como El centro de la gravedad, de Enrique Butti.
Según la norteamericana Ursula K. Le Guin, “es posible que el realismo sea el medio menos adecuado de comprender o retratar las increíbles realidades de nuestra existencia”. Por eso, la ciencia-ficción nos brinda “metáforas precisas y profundas de la condición humana”.
¿Qué metáforas encontramos en El centro de la gravedad?
María es hija única, pronto cumplirá quince años y vive en una ciudad similar a Santa Fe. Su padre, Hermann, pertenece a una cofradía científica integrada por tres investigadores desperdigados por el planeta y cuyo objetivo secreto es descubrir la manera de detener el tiempo, permitiendo a una persona transitar el mundo espacio-temporalmente solidificado. Las conejillas de indias de Hermann fueron primero su esposa (misteriosamente desaparecida hará cinco años) y luego su hija. Conocemos los pormenores de esta historia gracias a la transcripción que hace Javier tanto del diario íntimo de su amiga María, como de unas grabaciones testimoniales cedidas por ella misma.
La protagonista atraviesa el espejo de la realidad convencional en dos oportunidades. En la primera, queda turbada por la vivencia del experimento (anota: “No dormí en toda la noche. Me sentía un monstruo. Sabía que ya nunca podría vivir en el mundo como viven todos los seres desde el principio de los tiempos”). La segunda vez, abriga un plan que su padre desconoce: “Quiero volver al otro mundo para enfrentar un destino que yo no elegí (...). Quiero buscar a mamá”.
Hasta aquí tenemos por un lado la metáfora de un hombre que persigue un objetivo a cualquier precio (Hermann) y por otro la de una jovencita (María) que parte en búsqueda de sus afectos, de una parte inconclusa de su vida, y a la par, reflexiona sobre la existencia humana, cuestiona la mediocridad de la sociedad en la que le toca vivir.
El centro de la gravedad rinde homenaje a la tradición en la que se inscribe H. G. Wells, pero sobre todo a la literatura y al placer de la lectura. El canon personal de María es elocuente: Katherine Mansfield, William Blake, Jane Austen, Marosa Di Giorgio. La muchacha conoce a Javier un día en que estaba compenetrada con La tierra purpúrea, de Hudson. El desenlace del caso de la madre de la protagonista hubiera interesado a Edgar A. Poe. Así, ya sea en las alusiones o las acciones de los personajes, subyace un saludo intertextual.
Como ya ocurriera con El fantasma del Teatro Municipal -de inagotable encanto-, esta nouvelle de Butti se destaca por la prosa ágil y el admirable manejo de los clímax y de la secuencia narrativa, a lo cual se suma en esta oportunidad la invención descriptiva de “el otro mundo”, aspectos que le otorgan al relato un atractivo para lectores de cualquier edad, si bien los coetáneos de María y Javier sabrán mejor que nadie disfrutar de esa emocionante aventura, que involucra a la ciencia, el tiempo y los sentimientos humanos.

Comentario de la profesora María Hortensia Oliva

           Adentrarse en el universo ficcional de El centro de gravedad es una aventura lectora que se multiplica en galería de espejos, gracias a un juego intertextual pleno de reminiscencias y citas literarias. Entre la ciencia ficción, lo fantástico y lo maravilloso, el escritor crea una trama en la que un proyecto experimental va más allá de sus límites, colisionando con las leyes físicas, humanas y divinas, y bordeando peligrosamente un abismo para el destino de la humanidad.       
            Cuando se inicia la acción, ya uno de los personajes de la extraña tríada implicada en el asunto, pretende corregir los pasos solicitando para ello la ayuda de su hija, próxima a cumplir quince años. María será así iniciada, en esa edad fronteriza y a partir del mandato paterno, en el escrutinio de un mundo paralelo donde el tiempo se ha congelado, transformándose en eternidad inmóvil: yo era la primera criatura que recorría un camino prohibido por Dios, marchando sin fe sobre las aguas, instalada en una eternidad que es sólo atributo de Dios, deteniendo vida y muerte.
            Sólo ella se mueve en ese espacio de vidrio que comenzará siendo cercano en su primera exploración (el barrio: su calle, la plaza) para extenderse al viejo continente, atravesando mares y desiertos en un extrañamiento de la categoría temporal: Soy más que una vieja, más que una bruja, más que un monstruo, desterrada fuera de la estrecha fraternidad de todo lo que existe -estrella o piedra o flor o río o mariposa-: nacer, crecer, decaer, terminar, transformarse, pasar.
            Periplo mítico de una heroína de aptitudes extrasensoriales cuyo lugar de concepción dudoso, pero privilegiado en el eje del poder, y cuya orfandad de madre desaparecida misteriosamente, la marcan como elegida.
            María dejará dos veces su espacio familiar (la casa de un suburbio de una ciudad provinciana de un país en el fin del mundo) para indagar “el otro”, cruzando el umbral de lo conocido hacia lo peligroso, más allá de la vigilancia paternal: una Alicia en el País de las Maravillas que camina liberada de las leyes de la gravedad y, de asombro en asombro, va percibiendo y sintiendo la densidad de lo extraordinario.
            A su paso se le va develando toda una realidad nueva, digna de ser bautizada: Y ahí, mirando a ese primer hombre que vi en este mundo, es que se me ocurre llamarlo Brujo del Envoltorio, Balam-Quitzé, como se llama la primera criatura en el Popol-Vuh que estoy leyendo en estos días… Decodificadora de sentidos, con inteligencia y sensibilidad va comprendiendo y conjeturando destinos, que suaviza desde la bondad de su corazón: …tan segura estoy de que este hombre va a sucumbir en alguna catástrofe, y que lo encontraré entre las informaciones de accidentes, de crímenes, de suicidios…Acaricio el vidrio de su ventanilla para despedirme.
            Ternura, lirismo y profundidad de un mensaje desde la palabra de una niña que crece, descubriendo la piedad, el amor, la belleza y también las violencias y los terribles dolores de este mundo.
            La protagonista sabe de ritos que se van ejerciendo en el momento adecuado de las pruebas que debe sortear: Cada noche, antes de dormir, María… saca de un cajón la cadena y la medalla que recuerda haber visto siempre en el cuello de su madre. Las encierra en su mano hasta que el metal precioso arde. Después se quema los labios besando ese manojo iluminado, lo guarda, se acuesta, se duerme… Objeto preciado, símbolo doblemente materno, la medalla de la Virgen de Lourdes será su talismán en la prodigiosa aventura.
            María, Ana Frank de la ficción, es una adolescente lectora y escritora, aislada del mundo real por un imperativo que la sobrepasa, una memoriosa buscadora de palabras que registren su experiencia en un diario íntimo, que será puesto a salvo a toda costa y ofrecido como un legado.
            Será en el centro de la comunidad, en la plaza de su barrio, donde María descubrirá el amor en Javier, un muchachito inmovilizado en su carcajada, mientras lee un libro igualmente detenido en el instante: Llego a su lado, me quedo de pie frente a él, encantada… Volví a su lado, me arrodillé, lo besé en la mejilla. Inmediatamente me avergoncé, me debo haber puesto toda colorada. Es el primer hombre que beso, pensé. Papá no cuenta. Es significativo que dicho libro sea La tierra purpúrea de Hudson, en el que su protagonista es también un viajero explorador de un mundo exótico.
            Si bien En la casa, el padre es bueno, gentil, amoroso. Trata a María como a una princesa, luego del primer itinerario, la relación con éste se modifica. Ha sido el guía e iniciador en los misterios de lo desconocido, pero se convertirá, en el sentir de su hija, en una suerte de intruso y luego de enemigo. Este corte se relaciona con su segunda, ahora voluntaria  indagación del “afuera”, cuyo propósito será  enfrentar el propio destino e ir hasta el fondo, que muy pronto se le figurará como la búsqueda de su madre Ana.
            Pasaje mágico, deambular laberíntico, encrucijadas van arrimando al encuentro. Y es el instante de la anagnórisis el más emotivo del viaje. Temor y deseo. No hay sacrificio ni bebida de sangre como en la experiencia similar del héroe homérico. Esta versión femenina de Odiseo -cuando en el mundo de los muertos encuentra a su madre Anticlea- ya sabe cómo actuar sin necesidad de consejo alguno: Me planté frente a ella, me arrodillé, me tiré a sus pies, puse ante sus ojos la cadena y la medalla de la Virgen de Lourdes, y pasó sobre mí como un fantasma… El triunfo corona la prueba de la heroína que es recompensada con el regreso, guiada por la figura entrañable: Sigo a mamá sobre el océano. Décadas, siglos… Y me guía, segura en su marcha, a nuestra casa.
            Y entonces María, tal como los personajes de sus tantas lecturas, tendrá su descenso a los infiernos al ingresar al submundo secreto y prohibido de los túneles, donde el desdoblamiento de un cuerpo yacente no-vivo y un ánima vagabunda no-muerta se le descubren como atroz resultado de los experimentos de su padre Hermann en la persona de su madre, destino que no tardará ella en repetir.
             El desenlace se liga a la presentación en un movimiento circular que tiene como eje a Javier, quien dará a conocer, en un relato enmarcado, el diario y las grabaciones de María. Pero que también, convertido en co-protagonista, será el destinador de un final feliz. María, Bella Durmiente, será despertada de su sueño eterno por las palabras amorosas y el gesto ritual de su príncipe, mientras la madre cautiva se transfigurará, como Marta Riquelme en el cuento homónimo de Guillermo Enrique Hudson (narración favorita de la adolescente), en una mancha negra como petróleo… Triunfo del padre, obstinado en reparar su error rescatando al ser humano para el tiempo y la mortalidad. Y que, como “hombre viejo” morirá, purificándose por el fuego junto a su ámbito, para que su hija pueda renacer en todo su esplendor.
            En esta “nouvelle” de “aventura y aprendizaje” donde la vida se descifra “espiando” desde los márgenes del espacio y del tiempo, de los sueños y las conjeturas, de las obsesiones y los delirios, de la incertidumbre y las fantasías, de lenguajes y textos extranjeros, nos preguntamos: ¿cuál es el centro de gravedad? Y María responde: La única comunicación que tengo con la humanidad es la palabra escrita. Y en el corazón de dicha palabra, todas las bibliotecas que se escribieron desde el principio de la escritura y que sin embargo no bastan para agotar un solo instante porque, también al decir de la protagonista, ahora sé que cada momento es una eternidad. La única eternidad posible, para el hombre, en esta vida que es tiempo, movimiento y cambio. Como rezan las palabras de Eugen Fink, elegidas como epígrafe: En el instante reside el centro de gravedad de la eternidad.
            Rico tejido metafórico y simbólico que entrama, en hebras luminosas de una vasta biblioteca, el siempre arduo deambular del hombre en pos de la felicidad: De los propósitos que repaso cuando repaso estas líneas me sigue entusiasmando sólo el primero, y busco desesperadamente gente feliz, y a veces creo encontrarla… Encontrarla y perderla como debe estar en la naturaleza misma de la felicidad, que está siempre yéndose, siempre fugaz.
            Con lenguaje sencillo, delicadeza de trazos y hondura poemática, Enrique Butti entrega esta narración, en clave psicológica, metafísica y mítico-religiosa, que encantará y hará reflexionar tanto a jóvenes como a avezados lectores.


sábado, 15 de septiembre de 2012

Comentario en Diario La Opinión de Rafaela - Por Hugo Borgna


“El centro de la gravedad”, de Enrique Butti (edición 2012 de PALABRAVA Editorial, novela, 98 páginas) es el segundo ejemplar de la serie “Las cuatro estaciones de la palabra”, producida por la editorial mencionada con el objeto de difundir la obra de escritores de la provincia y estimular la lectura.
Cuenta en primera persona y varias voces una inquietante historia que hace equilibrio permanentemente entre la ficción y lo real, entre el sueño y la vida.
Transcurre en un laboratorio, con un ambiente enigmático (acertadamente relatado en primera persona, mostrando un extraño experimento, al límite de lo concebible donde están en juego la vida y sus consecuencias, ubicado en un reducido grupo familiar. No es convencional el tratamiento del argumento, ni la tesis en sí misma, donde la clave parece ser una frase puesta en uno de los primeros capítulos “no somos dueños de nuestro destino”. Un túnel es la entrada hacia la apertura total: de la historia relatada y de un enfoque ambicioso del modo de contar, de capítulos intensos, enigmáticos de relativamente pocas líneas.
Los hechos son de naturaleza profunda y su presentación apasionante: el lector queda atrapado y desea legar al final del libro, donde se cierra la secuencia y se abren interrogantes. Dentro de una original propuesta en el modo de relato, Enrique Butti intenta una renovación, un nuevo ámbito en la concepción de un argumento y en el modo de la exposición, apoyándose en el asombro y la sorpresa y deja planteadas cuestiones como: ¿se puede volver al orden preestablecido cuando se han roto los límites convencionales? ¿es posible el desdoblamiento de la personalidad humana? ¿Existe el centro de la gravedad como base y guía para los retornos? ¿o el conflicto está simplemente en el choque entre lo que se quiere y lo que se puede?
“El centro de la gravedad”, además de proporcionar un inusual placer estético, abre múltiples posibilidades para el uso de la palabra y, para el acto de creación literaria, un ambiente mucho más espacioso y libre.