martes, 18 de septiembre de 2012

Comentario de la profesora María Hortensia Oliva

           Adentrarse en el universo ficcional de El centro de gravedad es una aventura lectora que se multiplica en galería de espejos, gracias a un juego intertextual pleno de reminiscencias y citas literarias. Entre la ciencia ficción, lo fantástico y lo maravilloso, el escritor crea una trama en la que un proyecto experimental va más allá de sus límites, colisionando con las leyes físicas, humanas y divinas, y bordeando peligrosamente un abismo para el destino de la humanidad.       
            Cuando se inicia la acción, ya uno de los personajes de la extraña tríada implicada en el asunto, pretende corregir los pasos solicitando para ello la ayuda de su hija, próxima a cumplir quince años. María será así iniciada, en esa edad fronteriza y a partir del mandato paterno, en el escrutinio de un mundo paralelo donde el tiempo se ha congelado, transformándose en eternidad inmóvil: yo era la primera criatura que recorría un camino prohibido por Dios, marchando sin fe sobre las aguas, instalada en una eternidad que es sólo atributo de Dios, deteniendo vida y muerte.
            Sólo ella se mueve en ese espacio de vidrio que comenzará siendo cercano en su primera exploración (el barrio: su calle, la plaza) para extenderse al viejo continente, atravesando mares y desiertos en un extrañamiento de la categoría temporal: Soy más que una vieja, más que una bruja, más que un monstruo, desterrada fuera de la estrecha fraternidad de todo lo que existe -estrella o piedra o flor o río o mariposa-: nacer, crecer, decaer, terminar, transformarse, pasar.
            Periplo mítico de una heroína de aptitudes extrasensoriales cuyo lugar de concepción dudoso, pero privilegiado en el eje del poder, y cuya orfandad de madre desaparecida misteriosamente, la marcan como elegida.
            María dejará dos veces su espacio familiar (la casa de un suburbio de una ciudad provinciana de un país en el fin del mundo) para indagar “el otro”, cruzando el umbral de lo conocido hacia lo peligroso, más allá de la vigilancia paternal: una Alicia en el País de las Maravillas que camina liberada de las leyes de la gravedad y, de asombro en asombro, va percibiendo y sintiendo la densidad de lo extraordinario.
            A su paso se le va develando toda una realidad nueva, digna de ser bautizada: Y ahí, mirando a ese primer hombre que vi en este mundo, es que se me ocurre llamarlo Brujo del Envoltorio, Balam-Quitzé, como se llama la primera criatura en el Popol-Vuh que estoy leyendo en estos días… Decodificadora de sentidos, con inteligencia y sensibilidad va comprendiendo y conjeturando destinos, que suaviza desde la bondad de su corazón: …tan segura estoy de que este hombre va a sucumbir en alguna catástrofe, y que lo encontraré entre las informaciones de accidentes, de crímenes, de suicidios…Acaricio el vidrio de su ventanilla para despedirme.
            Ternura, lirismo y profundidad de un mensaje desde la palabra de una niña que crece, descubriendo la piedad, el amor, la belleza y también las violencias y los terribles dolores de este mundo.
            La protagonista sabe de ritos que se van ejerciendo en el momento adecuado de las pruebas que debe sortear: Cada noche, antes de dormir, María… saca de un cajón la cadena y la medalla que recuerda haber visto siempre en el cuello de su madre. Las encierra en su mano hasta que el metal precioso arde. Después se quema los labios besando ese manojo iluminado, lo guarda, se acuesta, se duerme… Objeto preciado, símbolo doblemente materno, la medalla de la Virgen de Lourdes será su talismán en la prodigiosa aventura.
            María, Ana Frank de la ficción, es una adolescente lectora y escritora, aislada del mundo real por un imperativo que la sobrepasa, una memoriosa buscadora de palabras que registren su experiencia en un diario íntimo, que será puesto a salvo a toda costa y ofrecido como un legado.
            Será en el centro de la comunidad, en la plaza de su barrio, donde María descubrirá el amor en Javier, un muchachito inmovilizado en su carcajada, mientras lee un libro igualmente detenido en el instante: Llego a su lado, me quedo de pie frente a él, encantada… Volví a su lado, me arrodillé, lo besé en la mejilla. Inmediatamente me avergoncé, me debo haber puesto toda colorada. Es el primer hombre que beso, pensé. Papá no cuenta. Es significativo que dicho libro sea La tierra purpúrea de Hudson, en el que su protagonista es también un viajero explorador de un mundo exótico.
            Si bien En la casa, el padre es bueno, gentil, amoroso. Trata a María como a una princesa, luego del primer itinerario, la relación con éste se modifica. Ha sido el guía e iniciador en los misterios de lo desconocido, pero se convertirá, en el sentir de su hija, en una suerte de intruso y luego de enemigo. Este corte se relaciona con su segunda, ahora voluntaria  indagación del “afuera”, cuyo propósito será  enfrentar el propio destino e ir hasta el fondo, que muy pronto se le figurará como la búsqueda de su madre Ana.
            Pasaje mágico, deambular laberíntico, encrucijadas van arrimando al encuentro. Y es el instante de la anagnórisis el más emotivo del viaje. Temor y deseo. No hay sacrificio ni bebida de sangre como en la experiencia similar del héroe homérico. Esta versión femenina de Odiseo -cuando en el mundo de los muertos encuentra a su madre Anticlea- ya sabe cómo actuar sin necesidad de consejo alguno: Me planté frente a ella, me arrodillé, me tiré a sus pies, puse ante sus ojos la cadena y la medalla de la Virgen de Lourdes, y pasó sobre mí como un fantasma… El triunfo corona la prueba de la heroína que es recompensada con el regreso, guiada por la figura entrañable: Sigo a mamá sobre el océano. Décadas, siglos… Y me guía, segura en su marcha, a nuestra casa.
            Y entonces María, tal como los personajes de sus tantas lecturas, tendrá su descenso a los infiernos al ingresar al submundo secreto y prohibido de los túneles, donde el desdoblamiento de un cuerpo yacente no-vivo y un ánima vagabunda no-muerta se le descubren como atroz resultado de los experimentos de su padre Hermann en la persona de su madre, destino que no tardará ella en repetir.
             El desenlace se liga a la presentación en un movimiento circular que tiene como eje a Javier, quien dará a conocer, en un relato enmarcado, el diario y las grabaciones de María. Pero que también, convertido en co-protagonista, será el destinador de un final feliz. María, Bella Durmiente, será despertada de su sueño eterno por las palabras amorosas y el gesto ritual de su príncipe, mientras la madre cautiva se transfigurará, como Marta Riquelme en el cuento homónimo de Guillermo Enrique Hudson (narración favorita de la adolescente), en una mancha negra como petróleo… Triunfo del padre, obstinado en reparar su error rescatando al ser humano para el tiempo y la mortalidad. Y que, como “hombre viejo” morirá, purificándose por el fuego junto a su ámbito, para que su hija pueda renacer en todo su esplendor.
            En esta “nouvelle” de “aventura y aprendizaje” donde la vida se descifra “espiando” desde los márgenes del espacio y del tiempo, de los sueños y las conjeturas, de las obsesiones y los delirios, de la incertidumbre y las fantasías, de lenguajes y textos extranjeros, nos preguntamos: ¿cuál es el centro de gravedad? Y María responde: La única comunicación que tengo con la humanidad es la palabra escrita. Y en el corazón de dicha palabra, todas las bibliotecas que se escribieron desde el principio de la escritura y que sin embargo no bastan para agotar un solo instante porque, también al decir de la protagonista, ahora sé que cada momento es una eternidad. La única eternidad posible, para el hombre, en esta vida que es tiempo, movimiento y cambio. Como rezan las palabras de Eugen Fink, elegidas como epígrafe: En el instante reside el centro de gravedad de la eternidad.
            Rico tejido metafórico y simbólico que entrama, en hebras luminosas de una vasta biblioteca, el siempre arduo deambular del hombre en pos de la felicidad: De los propósitos que repaso cuando repaso estas líneas me sigue entusiasmando sólo el primero, y busco desesperadamente gente feliz, y a veces creo encontrarla… Encontrarla y perderla como debe estar en la naturaleza misma de la felicidad, que está siempre yéndose, siempre fugaz.
            Con lenguaje sencillo, delicadeza de trazos y hondura poemática, Enrique Butti entrega esta narración, en clave psicológica, metafísica y mítico-religiosa, que encantará y hará reflexionar tanto a jóvenes como a avezados lectores.


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