En el umbral me recibe una niña de trenzas, de luto, en cuclillas. Las puertas: mal clausuradas, con algunos vidrios rotos (uno en particular llama mi atención: filoso, de seño fruncido, semeja la cuchilla de una guillotina).
Una vez adentro, veo la casa desde afuera (o el recuerdo de la misma): columnas griegas, balcón antiguo, ninguna flor (hola, Baldomero), ninguna hoja, siquiera un pájaro o una mariposa. En síntesis, una casa sin poesía, hogar en ruinas.
¿Quién, o qué, o quiénes habitan esta casa deshabitada? La tía que duerme su sueño de arañas en la oscuridad, la mamá que se calza el antifaz, el papá que da vueltas en el aire, la abuela que desenreda el lazo mientras le asoman los colmillos en una sonrisa prestada para los huéspedes.
Éste es el presente de la casa. La única figura viva corporeizada es la abuela. Los otros o duermen, o se disfrazan o dan vueltas en el aire. En suma, apenas existen.
Pero, ¿de quién es la voz que así habla?
Hasta aquí, sabemos que es una nieta, y nos enteramos luego de que a veces espía hacia la calle, de que por las noches en puntas de pie sale al balcón… a respirar, y dice:
con pavor veo pasar
columnas griegas aguijones latas oxidadas
el cariño de mi madre
la vida que no tendría
“La vida que no tendría…”. Ese remate superpone gramaticalmente lo presente y lo pretérito: la niña habla sobre lo que es; la mujer, sobre lo que pudo ser no fue. Y si se dan estas simultaneidades es porque esta casa –esta creatura–, como Las Moradas de Santa Teresa de Jesús, es un “Castillo interior”, algo inmaterial, erigido en un lugar indeterminado del ser, ya sea el corazón, el recuerdo o el inconsciente.
Una entonación desposeída va hilando la voz de la niña.
El vértigo corre por mi boca
abuela empuña el hígado
que nada
en el borde del potaje
estrangula mi garganta
trago
(No resisto decir que lo que para la niña es el hígado, es la sopa para Mafalda). Admirable manera de poetizar la sensación ante un bocado indeseable: “El vértigo corre por mi boca”, como al borde de un acantilado, vacío de estómago, náusea. “Abuela empuña el hígado”, como si fuera un arma –arriba las manos, abra la boca, esto es un asalto de hierro, zinc y vitamina A–. Finalmente, la niña traga el hígado y se siente estrangulada por él.
Mamá da vueltas la manzana
tía corre las arañas
papá enmudece bajo el sol
abuela lame sangre
encima de mis ojos
por mi bien
dice
crecerás fuerte
dice
“Abuela lame sangre… crecerás fuerte”. Como la Condesa Sangrienta , Erzsébet Báthory, la nona cultiva estas dietas hematológicas, que, por supuesto, a la niña le resultan un tanto insólitas, como podría resultarle insólita a los visitantes de esta casa la representación de una infancia sin glúcidos ni sonrisas, más bien de ojos desorbitados y dientes apretados, truculenta y cubierta de tinieblas.
Las fotografías en blanco y negro refuerzan las imágenes generadas por el texto, sin redundarlas. Por ejemplo, ésa en la que la niña se encamina cabizbaja hacia un recinto oscuro. Sabemos que será engullida por la negrura. Pero hay más: bajo sus borceguís, hay algo que no corresponde al suelo firme, algo como la tapa de un pozo dudoso, o la entrada a un subsuelo, un peligro. Adelante, la oscuridad; debajo, una trampa.
No me incumbe buscar explicación alguna en las biografías de las co-autoras. Que otro Pichón-Rivière psicoanalice a estas Lautréamont. Yo simplemente puedo tomar este microcosmos, con sus personajes y su atmósfera, tal cual se me brinda: como obra polifónica en la que cantan texto e imagen. Y la pongo en diálogo con otras obras, a pesar de que tal vez no sepan nada la una de la otra, pues la simple elección de un tema ya funda, de por sí, una tradición.
La voz literaria que invoco, entre las tantas posibles, es la de Alejandra Pizarnik, en el poema “Tiempo”, de Las aventuras perdidas (1958):
Yo no sé de la infancia
más que un miedo luminoso
y una mano que me arrastra
a mi otra orilla…
O este fragmento de “Nombres y figuras”, de El infierno musical (1971)
La hermosura de la infancia sombría, la tristeza imperdonable entre muñecas, estatuas, cosas mudas, favorables al doble monólogo entre yo y mi antro lujurioso, el tesoro de los piratas enterrado en mi primera persona del singular.
Hay un aire de familia con estas palabras de la niña:
El diablo
cuelga
del crucifico
al borde de la cama
la bruma repta
sobre las largas uñas negras
de la abuela
apaga el velador
dos vueltas de llave
No sólo la infancia y la abuelidad aparecen cambiadas de signo, sino también lo sagrado: el diablo en el crucifijo. La anciana encierra a su nieta en la oscuridad –con todo lo que implica el gesto: un encierro así es para siempre.
Por su parte, las imágenes dialogan –y aquí el campo de charla también es vastísimo– con los trabajos de los fotógrafos norteamericanos Ralph Eugene Meatyard y Arthur Tress, en los que la infancia aparece representada bajo el halo del surrealismo.
Esta incursión en común por las zonas oscuras de la infancia es una verdadera exploración del ser (para realizarlo, los cuerpos escritores y fotógrafos tuvieron que devenir niñas, devenir infancia maldita). Y como tal, cada visitante de esta casa sentirá iluminado un aspecto de su existencia, ya que las frustraciones y los miedos infantiles (o no) forman parte de la condición humana.
En esta prisión asfixiante –espiritual y carnal– la única entrada de aire es, una vez más, la lectura (que en el revés de la trama se transforma, tarde o temprano, en escritura). Dice la niña:
Corro por la chimenea
el panlibro bajo el brazo
pongo el mundo del revés
Con esta imagen, que encuentro fuera de la casa, dentro del libro, me doy por satisfecho. No importa que detrás de la cortina los huesos calcinados de la abuela vigilen. Hay esperanzas mientras la niña siga con el panlibro bajo el brazo.
Me marcho y los fantasmas de la abuela y la niña de ahora en más, me habitarán a mí también.
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